Catedral de Tegucigalpa. Homenaje a la ciudad en su 433 aniversario |
A partir del 23 de septiembre en el hemisferio norte, cuando ocurrió el equinoccio, entramos en la estación astronómica del otoño. El otoño es la estación dorada del año y también es la época en que dejamos de ser jóvenes y declinamos hacia la plenitud de la vejez. Prematuramente, a las puertas de mis cincuentas ya me encuentro en el otoño de mi vida.
No sé por qué, siempre tengo la sensación de estar siempre en medio de una tormenta, asegurando puertas y ventanas para que el viento no arrase con todo, absolutamente todo dentro de mí.
Crecí sabiendo que la vida era dura y que ante los problemas no cabe sino apretar los dientes y seguir adelante. Me di cuenta que la felicidad permanente es una cursilería, que al mundo se viene a sufrir y aprender. Menos mal que el hedonismo aprendido en Brasil suavizo estos preceptos.
Nunca falta el drama en mi vida, lo que me ayuda es mi memoria selectiva para recordar lo bueno, un poco de prudencia lógica para no arruinar el presente y una dosis extra de optimismo desafiante para encarar el futuro.
El deseo de libertad de movimiento hace que mi alma intente inconscientemente alcanzar el éxtasis divino por algún camino expedito o al menos escapar de la grosera realidad de este mundo.
Lo que pretendo es tener práctica espiritual para deshacerme de todos los sentimientos negativos que me impiden “caminar” con soltura, transformar el desánimo en energía creativa y la culpa en la aceptación de mis fallas, quiero barrer con la arrogancia y la vanidad.
No me hago ilusiones, nunca alcanzaré el desprendimiento absoluto de los bienes materiales, la auténtica solidaridad o el estado de éxtasis de los iluminados, no soy santo pero puedo aspirar a la alegría de una conciencia limpia y obtener el don para compensar mis limitaciones físicas: tenacidad para lograr objetivos inalcanzables.
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